En 1997 yo era un adolescente de provincias recién llegado a un instituto del extrarradio madrileño. Todo me parecía mal: el acento, que el Real Madrid volviese a ganar una copa de Europa, que todos mis compañeros pareciesen salidos de una serie de Antena3, que las chicas no se dejasen tocar las tetas. Solía escaquearme de las clases y me juntaba con mis cuatro amigos a fumar cigarrillos en un castillo medieval ruinoso y lleno de grafitis que estaba a 100 metros del instituto donde estudiaba. Algunos más mayores contaban que un par de años antes ese era el epicentro de los botellones de casi todos los barrios de la zona de la carretera de Barcelona. Los adolescentes de Coslada, Barajas, la Alameda y Torrejón se reunían en los jardines de palacio a meterse mano, pelearse y beber hasta vomitar o amenazar con tirarse a la autopista porque la vida no tenía sentido. También contaban que se dejó de ir porque empezaron a hacer redadas muy fuertes a causa de quejas de los vecinos y que en el último macro botellón la policía entró en el descampado en helicóptero. ¿Os imagináis? Un dragón de metal aterrizando en el fuerte post-apocalíptico donde niños disfrazados de raperos, góticos, bakalas y punkis hacen sus ritos de iniciación para hacerse hombres. Esa fue la primera imagen que me ató fuerte a esta ciudad.
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