Plaza del Campillo del Mundo Nuevo. Sita en Lavapiés, esta plaza es desconocida para muchos madrileños, allí donde se ubica la Oficina de Extranjería. Y, si acertado o no fue el nombre otorgado a tal espacio, sí está claro que un Mundo Nuevo se ha desplegado ante nuestros atónitos ojos, sean locales, comunitarios o del más allá.
Esta plaza, entre Puerta de Toledo y Embajadores, a diferencia del barullo humano y globalizado que respira los domingos, los sábados acoge el otro rastro (minúsculo). Nada que envidiar al clásico de los clásicos, en mi opinión, quizás ya saturada de encontrar siempre más de lo mismo.
El mercadillo de toda la vida, entendido como tal, tiene aquí a sus incondicionales, los que aman lo tradicional sin excederse, los que buscan rodearse de personas del barrio y aplauden el griterío, los que acuden de ex profeso a su cita semanal puntuales y paraguas en mano, se pasean con sus hijos y nietos y asumen el rol de intercambiadores de cromos infantiles Franco Panini, imitando como hicieran antaño sus padres.
Aquí se grita (más si cabe que en el Rastro), se regatea, se revuelve entre un sinfín de artículos y vetustas reliquias –filarmónicas y castañuelas, combinaciones y trasparencias, patines, peinetas, embudos, palanganas, corchos, peines, muñecas Nancys patinadoras, diez pares de calcetines…–, objetos y tejidos que, con solo haber hecho un barrido en casas de nuestros abuelos, hubiéramos montado rastros tres veces mayores que el que aquí contamos.
A mí, en particular, me gusta entablar conversación en estos lugares libres de pecado lingüístico, ojear y palpar la mercancía, hacer uno, dos, tres Instagrams para el recuerdo o dejarme robar una sonrisa con algunos piropos que no por más bizarros son menos dignos de ser apreciados. ¡Viva lo castizo, sea dicho! Además, vivirlo es gratis.
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