Madriz / Pantalla 18 de January 2017 por Grace Morales Tweet · Share

Adiós, cigüeña, adiós

La Pantalla de Madrid continúa de resaca navideña y programa para la cuesta de enero una película insólita, localizada en Madrid y con gran éxito de taquilla, pero que nadie probablemente volverá a ver jamás.

Manuel Summers (1935-1995) fue una rara avis dentro de la historia del cine. Su filmografía y su estilo no se ajustan a ninguna escuela. Su primera vocación fue la de dibujante humorístico, pero terminó estudiando en la conocida Escuela Oficial de Cine y debutó con una de las películas más bellas de la década de los sesenta, “Del rosa al amarillo” (1963), en la cual se relatan dos episodios sobre las relaciones amorosas, en la infancia y la vejez. Había un tercer episodio que, por ser muy caro de producir, quedó para su tercera película, “La niña de luto” (1964), un gran éxito de crítica internacional.

Muy conocido por sus interpretaciones como actor en comedias de género, su carrera siguió por un camino imprevisible. Lo mismo rodaba éxitos comerciales en esa misma línea (“No somos de piedra”, 1968) como atrevidas incursiones en el docudrama, por ejemplo, “Juguetes Rotos” (1966) o “Urtain, rey de la selva… o así” (1970), dos películas que fueron fracasos de taquilla, pero aún hoy tienen un gran valor, como testimonio de una época. Summers también se atrevió con temas que el cine español no tocaba nunca, salvo en la bufonada, como el adulterio (la muy controvertida “El juego de la oca”, en pleno 1965), o que directamente estaban prohibidos, como el sexo de los adolescentes. En 1971, estrenó “Adiós, cigüeña, adiós”, historia con la que tuvo muchos problemas con la censura. En ella se cuenta la relación entre dos niños, él de quince y ella de trece, que tienen que afrontar un embarazo ocultándoselo a los adultos y sin tener la más mínima información. La película tuvo una secuela, “El niño es nuestro” (1973) y después, el director siguió con temas molestos, en “Ya soy mujer” (1975), sobre la menstruación, y “Mi primer pecado” (1976), sobre de nuevo, la pérdida de la virginidad, pero esta vez desde una óptica más conectada con el destape y la presencia de Beatriz Galbó.

El guión, escrito a medias por Antonio Lara, “Tono”, y el propio Summers, entraba en un mundo completamente desconocido para el cine español, con las habituales dosis de chistes y comedia, la mirada tierna del director, más un punto irónico que planea sobre toda la película. En esta pandilla, de dos colegios religiosos del barrio de Salamanca, únicamente saben que los niños los trae la cigüeña, con un poco de ayuda de la Virgen. La única relación con el sexo que sugiere la película (por lo que entendemos que estamos en una película y que casi todo es irreal), es el pantalón largo que tiene uno de los chavales, y que los demás se van poniendo por turnos en los lavabos del ya desaparecido pasadizo de Cibeles, para así poder entrar en el Museo del Prado (atención a las normas de etiqueta de los años setenta) y contemplar mujeres desnudas, aunque el profesor afirme que los grandes artistas españoles jamás han pintado aberraciones como esas (“Ni siquiera Picasso, claro, en su época azul”). Dos de los niños, Arturo y Paloma, se declaran su amor en los ensayos de una representación de Navidad que termina como el rosario de la aurora. Los novios se citan en una discoteca y durante una excursión a Navacerrada para esquiar, la pareja se queda sola en un refugio de montaña y tienen sexo en una escena muy poco de película de niños y sí muy de observatorio de la mujer (a pesar del relato supuestamente inocente).

La niña se queda embarazada y el grupo de críos se encuentra entre el miedo a los adultos y la absoluta ignorancia sobre todo lo relacionado con la gestación. El acierto de la película es dejar a un lado a los padres y los profesores, solo centrarse en los niños, porque en realidad estos se encuentran aislados, incomprendidos y en otra esfera. Son niños de familias acomodadas y la educación que tienen (según el relato de la película) es la religiosa y la de las ciencias naturales aplicadas a animales y plantas, por lo que se acogen a novenas, imágenes de santos y buscan partos de perras para aprender cómo es eso del nacimiento de la vida. Los protagonistas no son rebeldes ni marginados, en su recreación del orden adulto, lo que más desean es casarse y cumplir con las normas sociales, pero nadie les hace caso y tras una serie de peripecias, por fin deciden esconder a la futura madre en una buhardilla hasta el momento del parto. Para salir de casa sin ser advertida, la niña pone como pretexto que se va a Santander a cumplir con el Servicio Social (aquella especie de mili femenina conectada con la Falange). La situación familiar de la niña también tiene su aquel: si el chaval pertenece a una familia bien, con padre autoritario, madre sumisa, criada y rezo en los almuerzos, ella vive con la abuela, el padre es viajante de comercio y la madre está ausente. No es que haya muerto, es que el director da a entender que se trata de una perdida que los abandonó hace años. Quizá así entendamos mejor que la cría haya cedido a los avances de su novio de manera tan rápida. O algo así.

Justificaciones machistas y clasistas aparte, lo mejor de “Adiós, cigüeña, adiós” son los detalles que rodean al grupo de niños que establece su propia realidad al margen de familias, religión y colegios. Ayudan mucho las voces de sus dobladores: Eloísa Mateos, Selica Torcal y José Moratalla, auténticos clásicos de los programas infantiles de la televisión. Y por supuesto, el paisaje del Madrid de 1971 que, por mucho que lo intenten recrear una y otra vez, no se parece en nada. En esta película aparecen lugares muy conocidos, como El Retiro, El Paseo de Recoletos, la Cuesta de Moyano, El Rastro, la Clínica del Rosario, La pista de patinaje de hielo de Chamartín, las antiguas telesillas de la estación de Navacerrada, la tele dentro de una salita de estar echando episodios de Centro Médico, con el famoso Doctor Gannon, y antiguos anuncios de Nenuco, las mercerías de los años sesenta, de las que ya quedan muy pocas en la ciudad… Detalles como las básculas de a peseta a la puerta de los comercios, y la ropa que lucen los niños son cosas que no se han podido imitar. No sé si es una cuestión de la fotografía, la luz y el color, pero no, no queda igual.

Sobre la escena del parto, decir que provocó mucha controversia en los medios y que, aunque no abunda en detalles, fue tan reveladora para los adolescentes que la vieron como para los protagonistas de la película. Incluso me atrevería a decir que resultó traumática, porque estos temas jamás se tocaban dentro de la familia y mucho menos en el colegio, por lo que descubrir que los niños no venían de París, sino con mucho sufrimiento y de forma muy parecida a la de los animales fue un shock para niños, y sobre todo, para las niñas españolas de principios de los setenta que iban a colegios religiosos. (Aquello de “tiene una dilatación de una peseta o setenta y cinco céntimos” se quedó grabado en las pesadillas infantiles…). Muchos años después, continuaban enseñando “el milagro de la vida” con unos dibujos incomprensibles de anatomía humana…