Madriz / Pantalla 15 de March 2017 por Grace Morales Tweet · Share

La ley del deseo

La Pantalla se suma a la Filmoteca de Madrid, que dedica el mes de marzo a proyectar la obra completa del director manchego, y aprovecha el aniversario de la productora El Deseo, que nació con esta película.

“La ley del deseo” es la sexta película en la filmografía de Almodóvar. Tras el éxito de “¿Qué he hecho yo para merecer esto?” (1984), que lo lanzó al estrellato internacional, a él y a Antonio Banderas y Carmen Maura, con la sonadísima ruptura entre director y actriz, y el impasse de “Matador” (1986), en febrero del 87 se estrenó la que lo consagró como uno de los autores españoles más importantes del siglo XX. Con la carrera de Almodóvar, hemos asistido a varias épocas en su consideración entre el público y la crítica. En los primeros años fue un cineasta de culto, especialmente simpático para determinadas autoridades culturales y medios de comunicación. Gracias al desembarco en Hollywood de la troupe de actrices y director, su fama como personaje público se hizo enorme y siguió teniendo la aquiescencia de críticas y parabienes desde los púlpitos mediáticos. Con su propia productora y una serie de películas irregulares, que fueron de menos a más, se ganó el favor y el entusiasmo de audiencias en todo el mundo, menos en España, donde esta proyección como creador al máximo nivel ya no nos hacía tanta gracia. Especialmente en el cambio de gobierno, al que la temática y los intereses de Almodóvar no le parecían muy adecuados para nuestro país, ya que ofrecía una representación muy distorsionada de nuestra cultura, esa imaginería de toreros arrebatados, vírgenes dolientes y violencia sentimental que para nada pertenecen a nuestras identidades (¿). Así también lo debían pensar los expertos que premian el cine español, porque reconocieron de forma muy discreta su obra.

“La ley del deseo” es una película extraordinaria por muchas razones. Primero, las cinematográficas. Las obsesiones del director, los temas a los que vuelve una y otra vez en cada película, están aquí expuestos en carne viva y nunca de una forma tan sincera. El melodrama inflamado con toques de suspense, el folletín clásico, las historias desesperadas de amores no correspondidos, el peso de la institución religiosa, la muerte como cumplimiento final del deseo y, sobre todo, la consideración del cine como un medio en el que vale arriesgarlo todo. Entre las escenas de gran dramatismo se intercalan los habituales sketches cómicos y la puesta en escena es desbordante, teatral y excesiva.

La historia es simple, como suele suceder en Almodóvar, lo que la hace realmente atractiva es la galería de personajes. En “La ley…” desfilan algunas de las creaciones más atractivas que el director ha escrito. Siempre hay un personaje espejo del propio Almodóvar; en este caso, el director de cine interpretado por Eusebio Poncela: Pablo, un tipo frío y hastiado que sufre al no ser correspondido en la medida que desea por su amante (Miguel Molina). En un verano de esos insoportables por el calor en la ciudad, el director mantiene una relación ocasional con un joven fan (Antonio Banderas), pero este, que lo idolatra hasta la locura, intentará poseer y manipular la vida del sujeto amado. Cuando experimenta el rechazo, habrá unas consecuencias terribles para el triángulo amoroso.

El hallazgo de la película es el personaje a quien da vida Carmen Maura, como la hermana del director, Tina, (los hermanos se apellidan Quintero, en una de esas bromas irresistibles), una actriz transexual con hija pequeña (debut de Manuela Velasco), que también es víctima del desamor. La madre de la niña, a la que da vida, en un irónico planteamiento de la identidad de género que traspasa la ficción, es Bibiana Fernández. Tina, además, carga con una infamia en el pasado (la relación abusiva con el padre y el sacerdote). Madre e hijas interpretan en el teatro unos fragmentos de “La voz humana”, de Jean Cocteau, donde se escenifica de forma conmovedora la ausencia y el rechazo.

Esta red de intereses pasionales se complica según avanza la película, con falsas identidades, cartas melodramáticas, violencia y memoria, siempre punteadas con giros de humor, pero al mismo tiempo con las amenazas sobre este orden alternativo en que se mueven los protagonistas: la iglesia, la familia convencional y la policía. Ayudan a crear ese mundo paralelo dentro del universo de los ochenta en Madrid la participación de actores habituales del cine almodóvar: Marta Fernández Muro, Helga Liné, Fernando Guillén Cuervo e hijo, Nacho Martínez… El desenlace final es especialmente afortunado, una explosión de melodrama mezclada con elementos del cine quinqui y el vodevil de toda la vida.

Segunda razón, la música y las localizaciones. El director es especialista es escoger canciones y melodías para subrayar e intensificar los clímax cinematográficos. En esta película, en concreto, hay escenas que se han quedado grabadas en la memoria de todas nosotras por la elección de versiones, como “Ne me quitte pas”, a cargo de la cantante Maysa Matarazzo, el bolero de Los Panchos (“Lo dudo”) o el tema del final, el maravilloso “Déjame recordar”, de Bola de Nieve.

Y Madrid. La ciudad es la otra protagonista de “La ley del deseo”. Desde la Plaza del Cordón, en La Latina, al barrio de Salamanca, la planta superior de la cafetería Manila, en el edificio Carrión, pasando por los antiguos cuarteles de Conde Duque, entonces en obras, mucho antes de la reconversión en zona de comercio caro para turistas y residentes de alto poder adquisitivo. Madrid es aquí un fabuloso cartel de Ceesepe, una zona luminosa pero también oscura, habitada por gente que vive en bares y cafeterías, sin una tienda de ropa cada dos metros o una franquicia de productos preparados. En eso se percibe la enorme transformación urbana, no sabemos si a mejor (especialmente aquellas que la vivimos) y la visión, adelantada en décadas, de un director que escribía sobre familias uniparentales, relaciones gays y críticas a la violencia contra mujeres y homosexuales, y que nosotras vimos en un cine de Chamberí como la representación natural del mundo, sin pensar si eso era malo, discutible, o siquiera objeto de reivindicar. Hoy, “La ley del deseo” sería imposible de realizar en tales términos.