Madriz / Pantalla 9 de September 2015 por Grace Morales Tweet · Share

El cine antes del cine

Primer recorrido por la fundación del cine en Madrid. Hoy, sus precedentes: las linternas mágicas y su aplicación en los espectáculos populares de finales del siglo XVIII y principios del XIX.

La Ilustración europea del siglo XVII llegó a Madrid un poco tarde, casi en el siglo XVIII, aunque de forma suficiente para que la capital se llenase de edificios neoclásicos, academias y ateneos, curiosidad por la investigación científica… En España, en vez de “Ilustración” prefirieron llamarla “Época de las luces”, que era más castizo y un poquito despectivo, porque a las autoridades no les hizo gracia este movimiento “afrancesado” y muy poco católico, y al pueblo lo que le interesaba no eran los descubrimientos científicos, sino sus aplicaciones recreativas, que es lo que siempre nos ha gustado, la diversión, salir, alternar… Antes de la llegada de la fotografía y el proyector de cine, ya existía una larga tradición de espectáculos inspirados por la cámara oscura y su primera aplicación, la linterna mágica, un sencillo aparato con una o varias lentes ópticas que podía proyectar imágenes. Durante más de cien años, los madrileños compaginaron su asistencia a exhibiciones de linterna mágica con las maravillas del primer cinematógrafo.

A finales del Barroco, había mucha oferta donde elegir. La ciudad sufría una crisis teatral y la falta de asistencia a las obras tradicionales era suplida por teatros de sombras (la evolución de las antiguas sombras chinescas), shows de autómatas y exhibiciones callejeras de mundonuevos. El mundonuevo no era otra cosa que un cajón subido en un carromato, por donde se asomaba el público para mirar en su interior la pintura de un paisaje o una linterna con un diorama a través de sus lentes. El mundonuevo fue el paso siguiente en el clásico lienzo que acompañaba al ciego por los pueblos para cantar sus coplillas. Goya los dibujó, con los paisanos haciendo bufonadas entre ellos, y Baroja o Mesonero Romanos los describieron en sus libros.

Los avances científicos aplicados al show business no gustaron nada a la Iglesia ni a las autoridades ilustradas. El ministro Jovellanos se lamentaba de que el pueblo perdiese el tiempo con una afición tan vulgar como la linterna mágica, que embotaba los sentidos, y la Inquisición se vio desbordada supervisando pequeñas empresas que querían estrenar en Madrid su espectáculo de linternas mágicas. Al Santo Oficio le ponía muy nervioso que en los teatros y otros locales se apagasen las luces y no se pudiese saber lo que hacía el público, mezclados hombres con mujeres. Si además, añadimos que el contenido podía ser de índole dudosa o directamente reprobable, como historias de espectros, imágenes de mujeres desnudas, o lo peor, utilizar este ingenio para hacer mofa y befa de la autoridad, estas exhibiciones se persiguieron duramente, pero, como es lógico, se hicieron muy populares. La Inquisición actuó aplicando la hoguera contra el equipo de muchos proyeccionistas de fantasmagorías, que así se conocía el número consistente en aparecer fantasmas ante el horrorizado y divertido público, con efectos especiales de sonido (y hasta de humo). Se decía que la linterna mágica se había perfeccionado durante la Revolución Francesa y que fue el mismísimo Cagliostro quien desarrolló el sistema de lentes para acercar o alejar las imágenes, y además lo había utilizado en más de una sesión de ocultismo pícaro de las suyas.

Justo antes o coincidiendo con la llegada de los primeros cines, dos espectáculos arrasan en la capital: el diorama y el panorama. En 1834, hay un edificio monumental para exhibir ambos fenómenos, en la calle de la Alameda, construido expresamente para tal fin y adosado al inmueble de la Real Fábrica de Platería, al lado del Paseo del Prado. Dispuesto de varios pisos, el respetable subía las escaleras a oscuras y de repente aparecía en una balconada como si estuviese dentro del Escorial, entre otras maravillas, y después accedía al Mirador, que coronaba el edificio, con una espectacular cristalera de colores. La atracción, que se vendía en su primer programa como “El único término posible entre la ilusión y la realidad” triunfó durante años, aparecía en las guías turísticas y los cronistas la recogen en sus libros. Por desgracia, el edificio al completo fue demolido a finales de 1919. El pintor Sorolla reunió un crowdfunding para trasladar la fachada de la Real Platería a Valencia. Sólo queda una fuente como recuerdo.

El panorama también se convirtió en un fenómeno. En 1876 se instaló el primero, “Panorama Nacional”, cerca de la Castellana, que reproducía con todo tipo de detalles sangrientos escenas de la Batalla de Tetuán, con fines de propaganda política. Los burgueses madrileños se sentían más modernos que nunca con estos inventos, porque les permitía transformar la naturaleza para su diversión, como decía Walter Benjamin. La plaza de la Lealtad sigue estando en su sitio, pero del edificio nada queda. El concepto de “panorama” fue aceptado más allá del show, como una forma de contemplar la realidad que todavía manejamos. Pero hubo muchas más variantes: el primer “Neorama”, un grandioso diorama, se inauguró en la calle de Alcalá, entonces Duque de Victoria, en el que se reproducían las escenas de un incendio famoso acaecido hacía poco en Hamburgo. Los proyeccionistas se ayudaban de objetos reales colocados delante de las pantallas, para dar más profundidad y realismo. El “Poliorama” de Alcalá con Cedaceros ofrecía vistas de día y de noche de las pinturas, o de verano e invierno, utilizando los del cromotropo, y el “Diafanorama” conseguía con las lentes la ilusión del paso del tiempo en la fotografía. El panorama se especializó en escenas de acción y en vistas de ciudades y lugares famosos. El “Panomara Pintoresco”, El “Paseo Pintoresco” y la “Galería Pintoresca” de Malasaña llevaban a los visitantes de viaje por distintos lugares del mundo, en la ilusión de que iban a bordo de un tren o una diligencia, con traqueteos en las sillas y ruido de fondo. En el Teatro del Príncipe o en el Teatro de La Cruz, los corrales de comedias más importantes de la ciudad, el autor y escenógrafo Blanchard, responsable del diorama de la Real Platería, mostró sus telones para diversas obras de magia, con proyección de linterna. El célebre Teatro Capellanes (en el solar donde ahora está el Corte Inglés de Callao) anunciaba el “Ciclorama”, una proyección circular que conseguía reproducir la ilusión del movimiento. Viajar sin moverse del sitio, lo mismo que hacía el patriarca de los Briones, don Edgardo, en “Eloísa está debajo de un almendro” de Enrique Jardiel Poncela. Estas atracciones que triunfan entre la clase media-alta provocan un efecto inesperado: el público querrá viajar como hace en el panorama, pero esta vez de verdad. Nace el turismo.

Las clases más pudientes, reforzadas por la prensa y los consejos de las autoridades, veían muy bien todo lo relacionado con las artes decorativas y plásticas. Igual que veneraban las ilustraciones (revistas, dioramas, panoramas, fotografía, etc.), despreciaban los espectáculos derivados de la cámara oscura, porque en muchos lo que se intentaba no era reproducir la realidad, imitar la naturaleza, sino algo mucho más peligroso y condenable: crear monstruos y fantasmas, traer a la realidad lo imposible, dar forma a la imaginación, algo que la Razón y la Fe prohibían tajantemente. Otros, igual de arriesgados para el tribunal censor, usaron la linterna mágica con fines científicos, como tratamiento para la epilepsia o para hacer hipnotismo. Las sesiones de linterna mágica se anunciaban en la prensa, y había quienes se prestaban a hacer demostraciones a domicilio, incluso enseñaban a construir placas y transparencias. Pero donde triunfaban eran en los teatros o en los jardines de recreo, unos parques de atracciones con norias, pistas de baile y patinaje, etc., donde se podía disfrutar de un diorama o un panorama. Los jardines de recreo tuvieron un gran éxito en el XIX, porque se ubicaban en espacios arbolados para bailar, cenar, y disfrutar en algunos de cierta intimidad. Los hubo de todas las clases, pero destaco el “Jardín del Tívoli”, ubicado donde ahora se alza el hotel Ritz, en el que se celebraban proyecciones de “Cuadros Disolventes”, y “Los Campos Elíseos”, en la carretera de Aragón, (donde poco después se levantaría el barrio de Salamanca), un mega parque con plaza de becerros, ría navegable, salón de tiro y un Cosmorama, entre otras muchas atracciones.

Estos ingenios, en un país tan atrasado como el nuestro, que apenas si tuvo Revolución Industrial y que seguía bajo el yugo de la fe católica, se consideraban hechicerías de la Edad Media en pleno siglo XIX. Ni siquiera cuando empiezan las primeras proyecciones de cine, no todos los intelectuales de la Generación del 98 van a mirar con buenos ojos este invento. Lo veremos en la próxima entrega.