Madriz / Pantalla 19 de January 2016 por Grace Morales Tweet · Share

Teatros, salones y sicalipsis

Los últimos años del siglo XIX vivieron el cine como una atracción más, dentro de teatros, circos y espectáculos de variedades.

Tras la inauguración del kinetoscopio y el animatógrafo en 1896, los madrileños acudieron a ver las primeras películas, pero en los teatros. El primero que incluyó proyecciones fue el Nuevo Teatro Romea, en la calle Carretas 14, conocido anteriormente con el curioso nombre de Café Teatro de La Infantil (aquí) se puede leer su fascinante historia). Poco después se uniría el Apolo, en el número 45 de la calle Alcalá. Este local suntuoso estaba consagrado a la zarzuela y en esos años de crisis económica ofrecía teatro por horas, breves representaciones cómicas que, conforme avanzaba la hora, se convertían en números de cuplés con bailarinas ligeras de ropa, la célebre sesión “La cuarta del Apolo”. Alguna de sus películas fue la primera que se pudo contemplar en color, todavía mediante el sistema de pintar a mano, uno a uno, los fotogramas mediante pantógrafo y plantillas. Enorme y minucioso trabajo, del que se ocupaban mujeres obreras en líneas de producción.

El primer local dirigido expresamente para ofrecer cine en Madrid fue el Salón de Actualidades. En octubre del 86, con gran campaña de márquetin, el empresario Ramón del Río inauguró las sesiones de su monvógrafo, que era un aparato de cine eléctrico con películas coloreadas y se acompañaba de un gramófono. El propietario quiso lanzar su negocio con señas distintivas: las películas, además de música y color, tendrían temática española. Allí se admiraron las filmaciones hechas en Madrid por medio de tomavistas, desde la primera película en la que se registró la Puerta del Sol, escenas costumbristas (“Riña en un café”) a las actuaciones de una institución del teatro de la ciudad, la actriz Loreto Prado, esta vez sin su eterno acompañante, Enrique Chicote.

Hasta entrado el siglo XX, el público no entenderá el cine como un medio de expresión en sí mismo, donde acudir para ver en la oscuridad y en silencio. Para eso tendría que llegar el cine sonoro, pero mientras tanto siguió siendo considerado como una atracción de feria. Al margen de los teatros, las breves películas se ofrecían en circos y salones de baile. Todas las clases sociales podían ver una película en un modesto barracón de la periferia o dentro del circuito de ocio que ofrecían los Jardines de Recreo del Buen Retiro. En esos años fueron un tema muy polémico, porque sus terrenos estaban a punto de ser recalificados para construir encima la Casa de Correos (la actual sede del Ayuntamiento en Cibeles). Formaban una de las zonas más conocidas de la ciudad, espléndidamente arbolada, que disponía de un famoso teatro, el Felipe, kioscos de música, pista de baile, patinaje, canódromo y montaña rusa. El cine causaba allí la misma sorpresa que las exhibiciones de familias ashantis o esquimales, nativos que recorrían Europa y Estados Unidos, como personajes reales de un tristísimo diorama.

Pero lo que realmente gustaba aquí era el género frívolo o sicalíptico. El público masculino abarrotaba los Salones en torno a la calle Alcalá, para ver bailar a las divettes, que entre garrotín y machichas cantaban cuplé y recitaban monólogos picantes o satíricos acerca de la actualidad. Muy influidas por la moda de París, aparecían en medias o deshabillé envueltas en un mantón de Manila. Consuelo Vello Cano, “La Fornarina”, La Chelito o La Bella Chiquita fueron algunas de las primeras y más célebres, mujeres en su mayoría de origen humilde que peleaban a diario por un contrato y contra la censura, no solo de las autoridades, sino de la sociedad al completo, cuyas biografías son absolutamente formidables. Entre sus actuaciones se proyectaba una película corta como entremés para la siguiente suripanta, cómico o transformista. Los Salones también trajeron de Francia la moda de ponerse colores, y en Madrid había un Salón Rouge y un Salón Bleu, además del gusto por lo exótico, como el Salón Japonés, con su zona dedicada al cinematógrafo y el estereoscopio, entre el Salón de Billar y su Salón “Happy House”. Estos populares garitos tenían máquinas tragaperras en la entrada y un abundante comercio de drogas y prostitución, por lo que no eran raras las peleas y la intervención de la policía.

En Madrid, el cine aún no había ganado la guerra al espectáculo circense y las varietés. Mientras en la calle se sucedían los escándalos con las vicetiples, un famoso español se estaba convirtiendo en el primer die-hard fan del cine. El rey Alfonso XIII se lanzó a la realización de películas (fue accionista de la primera productora española, Atlántida S.A.C.E.) y sabemos que tras rodar en persona varias escenas de la vida madrileña, uno de sus proyectos más arriesgados en lo artístico fue el encargo a una productora barcelonesa de filmar unos cortos ambientados en el Barrio Chino. Esta vez no eran subidos de tono, sino directamente pornográficos, de los cuales disfrutó en un salón del Palacio Real, convertido en sala de proyección. Los Borbones siempre han sido muy aficionados a las artes y el espectáculo.